Descubrí el mar con 14 años, aquel verano fue
diferente a todos los veranos. Sólo lo había visto en blanco y negro por la
televisión en algún reportaje sobre ballenas o sobre las maravillas que los
extranjeros habían encontrado en nuestras playas. Ni me imaginaba las olas, su olor, el sabor
salado que todo lo empapa.
Con unas gafas, aletas, tubo y la facilidad de
flotar en el agua marina; nos adentrábamos en busca de cualquier
bicho viviente que se dejase atrapar; generalmente alguna estrella o pulpito
despistado. Aquellas dos semanas las
pasé en una vieja tienda de campaña, en una playa del Cantábrico entre unas
tambarices, con el pueblo más cercano a 6 kms a nuestras espaldas. Inolvidable.
Y disfruté de todo aquello dos veranos más, después
nadé en otros mares, y viví aventuras, y siempre soñé con volver a esa playa, a
mi primera playa virgen, a la alegría de la soledad, a buscar a los días
nublados del cantábrico, a pescar, a disfrutar del mar en estado puro, con sol
y tormentas casi por igual.
Pasaron 30 años, y volví, volví con mi familia a esa
playa virgen que conocí y que no reconocí. ¡Había desaparecido! Ya no quedaba
playa, la que yo conocí de muchos cientos de metros de arena tras atravesar un
par de kilómetros de dunas. ¡No quedaba nada!
Muchísimos edificios y urbanizaciones ocupaban mis queridas dunas, la
playa se había reducido a un estrecho carril de arena, los hoteles estaban
sobre la misma playa, ¡todo atestado de gente caminando entre toallas y
sombrillas! Bares cutres, chiringuitos malolientes, comida rápida, olor a
crema…
¡Qué decepción!
Y yo allí, contemplando desde el balcón de mi hotel
aquel desaguisado, había más gente que cualquier domingo en la calle de la
ciudad donde vivo. Quince días por delante para “disfrutar” de unas merecidas
vacaciones.
Se me hicieron bastante largos la verdad, ¿dónde
estaba el encanto del mar, de mi mar, de mi playa, de la tranquilidad? Pero
había que decir, ¡qué gozada, estamos de vacaciones en la playa! Y qué bien lo
pasamos, estamos muy relajados….
Quince días haciendo nada, mirando a gente y más
gente tostándose al Sol, aburridos con cara de felicidad, aguantando una semana
o quince días en aquel infierno para
poder contar a todos sus amigos lo bien que lo habían pasado en las merecidas y
nunca suficientes vacaciones. Todo un
año de sacrificio para estar dos semanas allí, pobres infelices.
Nunca volví a mi playa, sólo existe en mi
recuerdo, y en ella a veces paseo y nado, y me siento en la arena escuchando el
romper de las olas que se mezcla con su dulce voz.
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